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Mudanzas: una oportunidad para reinventarse

Hace unos años tenía la creencia de que rentar una casa o departamento era tirar el dinero, en consecuencia ese espacio era algo aislado para mi. Luego, una gran amiga, quien también llevaba rentando su casa ya algunos años, me dijo: «yo me apropié de este espacio, porque aunque no sea mío, tenía que sentir que era mío».

Fue entonces que comprendí que estar viviendo en un lugar no es suficiente, tenía que apropiarme del espacio. Así, las banquetas cobran vida, la poda del pasto es un placer, hacer las reparaciones, el mantenimiento, pintar los interiores y la fachada a mi gusto, es algo que descubrí que podía realizar sin problema y sin necesidad de esperar a que el casero lo resolviera.

Jamás había imaginado que mudarme y llegar a un lugar que no me pertenece para regalarle mi dedicación y convertirlo en lo que a mi gusta, me haría sentir como en casa. Todo tiene sentido cuando ves los detalles y te presentas con cada grieta.

Moverse de un espacio a otro no solo significa transportar tus cajas llenas de recuerdos o materiales y ropa, que mucho de ello acaba arrumbado en el fondo de un clóset, sino crear un ambiente en el que te sientas libre. Así lo veo en cada mudanza, y ahora que lo recuerdo con gracia, todas han sido diferentes.

Lo que no recuerdo es cuántas veces me he mudado, incluso teniendo casa propia, decidí mudarme por cuestiones logísticas que conlleva vivir en una gran ciudad, como pasar las horas en el tráfico y el cansancio. En otras ocasiones, confieso que tuve que mudarme por amor o por desilusión.

Cuando me mudé por amor, lo hice sin pensarlo. Esa ilusión de que todo se compra en pareja: cortinas al gusto, sofá, estufa, despensa, macetas… y cuando menos lo esperas, la casa está llena, las plantas reverdecen y todo parece perfecto.

Pero luego pasa el enamoramiento y cuando llegan las diferencias, vinieron los arranques: tomar mis cosas, algunas de ellas arrebatarlas de las manos de esa persona tóxica y llenar el auto para moverme a un lugar donde pudiera respirar lejos del caos.

Cada mudanza es una nueva oportunidad y me llena de motivación. Teniendo en mente las sabias palabras de mi amiga, me apropio del espacio, construyo repisas, cuelgo cuadros, instalo cortineros, monto las pantallas, coloco la cama y luego rehago todo porque me doy cuenta que el acomodo se parecía al de la anterior casa.

Mudarse es una auténtica joda: cargar, acomodar, limpiar y al día siguiente volver a empezar hasta completar el ciclo. Hubo mudanzas en las que no podía creer que tuviera tan pocas cosas, pero también hubo mudanzas en las que creí tener pocas cosas y no fue así.

Estoy casi seguro que nadie termina por mudarse por completo. Siempre hay una habitación con las cajas empolvadas llenas de viejos documentos de la cual nadie se quiere deshacer porque justo el día que las tiramos, ese día necesitábamos algo de la caja. Somos esclavos del «por si acaso» en casa.

He de confesar que tengo varias de esas cajas, no solo en la casa que ocupo actualmente, sino en la casa de mis padres. Sí, aún en casa de los viejos conservo no solo las cajas, también algo de ropa, mi cama, hasta una pequeña caja fuerte que no atesora las joyas de la abuela precisamente, solo algunos cuadernos, fotos, discos compactos y películas que en algún momento fueron importantes.

Por lo tanto, yo creo que una mudanza jamás termina. Al contrario, siempre dejaremos rastro de nuestro paso. Ni siquiera el tiempo es capaz de borrar lo que ha trascendido encerrados en esas paredes a pesar de que ya no las habitemos.

Quien lo niegue no solo da la espalda a su pasado, sino a su existencia.


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